En las últimas dos décadas, México ha vivido una escalada sostenida de censura y violencia contra activistas y periodistas que erosiona la libertad de expresión. La combinación de crimen organizado, autoridades coludidas y omisiones estatales ha convertido al ejercicio periodístico en una actividad de alto riesgo: organizaciones internacionales clasifican a México entre los países más peligrosos para la prensa.
Los ataques no solo son asesinatos: incluyen amenazas, campañas de desinformación, vigilancia y compra de medios mediante publicidad pública, prácticas que silencian voces críticas y crean autocensura. En 2022 y 2023 se documentaron cientos de agresiones contra la prensa, con registros que señalan un promedio alarmante de ataques cada pocas horas.
La represión en protestas es otra cara del problema. Episodios como la violencia policial en San Salvador Atenco (2006) evidencian cómo las fuerzas públicas han recurrido a detenciones arbitrarias y uso excesivo de la fuerza contra manifestantes y defensores de derechos.
Las desapariciones forzadas, emblemizadas por el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa (2014), mostraron además fallas graves en investigaciones oficiales y posibles responsabilidades estatales, en un hecho que organizaciones internacionales han calificado como crimen de Estado.
El resultado es un entorno de miedo: defensoras y defensores de derechos humanos, periodistas locales y activistas sociales enfrentan estigmatización, criminalización y, en muchos casos, la muerte o la expulsión forzada de sus comunidades. La impunidad persiste y la protección efectiva sigue siendo insuficiente, por lo que la sociedad civil exige mayor transparencia, investigaciones independientes y políticas que garanticen la libre expresión y el derecho a protestar sin riesgo. Solo con medidas concretas, reparación a víctimas y fin de la colusión, se podrá revertir la cultura del silencio y fortalecer la democracia en México ya, con voluntad política.

